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  • Foto del escritorIdeas en Tinta

Golpee y será atendido

Actualizado: 11 abr 2020



En el pequeño pueblo de Montecatini, la tranquilidad cotidiana característica desde su fundación se vio interrumpida durante el memorable mes de agosto de 2018. Así lo relata Eutanasio, viejo vecino del lugar, según algunos más antiguo que el propio pueblo. El paso de los años le aportó, junto a una progresiva artritis o artrosis – nunca supo diferenciarlas -, una sabiduría especial producto de la experiencia y los tiempos vividos.


Eutanasio era el único en pie de su generación, el solitario hombre que resistía el viaje hacia el otro lado del Universo. Quienes habían compartido sus épocas de nacimiento habían dado el último respiro uno tras otro, una tras otra. Tampoco eran muchos, y por eso la población del pequeño poblado se mantenía estable con el paso de las décadas. Un pueblo pequeño, que pasaba desapercibido, sin relevantes aportes a los manuales de Historia.


Así fue hasta agosto de 2018, recordaba y repetía Eutanasio. En su vida en Montecatini, pueblo que lo cobijó y nunca abandonó, no se había visto rodeado más que por paz y silencio, tranquilidad y descanso. Él conocía a cada vecino y a cada vecina, como también lo hacían todos entre sí. Y la relación era entre cordial y amistosa. “Pueblo chico, infierno grande” recordaba haber leído varias veces como una máxima irrefutable. Sin embargo, en Montecatini nada podía estar mejor entre sus habitantes.


Quizás la ausencia de competencia tuviera que ver con ello. Entre las propiedades y los pequeños negocios familiares, la sustentabilidad era repartida sin dejar a nadie afuera. Como en toda relación humana surgían de tanto en tanto diferencias, nada que no pudiera solucionarse rápidamente en el juzgado municipal, que no era más que la casa de la familia Irrizábal.


Volviendo a agosto de 2018, así contaba Eutanasio, todo empezó a desmadrarse. La primera situación fue un golpe de puño de Jaime Pedregoza a su hijo Enrique, sin razón aparente, en la puerta de los Aristimuño, la farmacia del pueblo. Una mancha tomó forma en el brazo del adolescente, de un rojo que se mimetizaba en el color de su rostro, con la sangre acumulada de furia. Enrique no dijo nada, y Jaime continuó su vida como si el hecho no hubiera ocurrido, completando su compra en aquella tienda.


La historia parecía una anécdota divertida y pasajera, pero Maritza modificó ese devenir en la misma puerta: la de los Aristimuño. Una estruendosa bofetada sobre la mejilla de Laura, su mejor amiga, se hizo eco en todo el pueblo y llevó al punto de quebrar su relación de tantos años. La impotencia de Laura se chocaba contra la reacción atónita de Maritza, que expresaba en sus gestos sorpresa ante la reacción de la mujer. “¿Es que acaso no se daba cuenta de que le acababa de pegar?”, se preguntaba Eutanasio al contar las peripecias.


De pronto en el pueblo empezaron a sobrevolar rumores y la inquietud de a qué se debían los arranques de violencia. La situación tomaba ribetes cada vez más trágicos tras la patada de Eliseo a Jazmín, el cabezazo de Lucrecia a Nilda y el rodillazo de Andrés al estómago de Euclides.


Montecatini, aquel poblado tranquilo y de una envidiable paz, comenzó a ver sus calles colmadas de personas con sangre, rengueando, tapándose lastimaduras con hielo o con vendas en numerosas zonas del cuerpo. Lo más curioso, no obstante, era que, tras los golpes, quienes los efectuaban se mostraban con la naturalidad de siempre, haciendo caso omiso a lo ocurrido y sin justificar su accionar.


“Nadie sabía qué era lo que pasaba”, relataba Eutanasio, agregando un silencio en la narración con el fin de generar suspenso e intriga. Solo se sabía que ocurría siempre en la farmacia de los Aristimuño, frente a la puerta, y que el golpe lo podía propinar cualquier persona a cualquier otra sin ninguna razón de por medio.


La escena de pequeñas e instantáneas violencias cotidianas se sucedió durante un mes entero, sin distinguir género ni edad. Luego de dos semanas los vecinos se acostumbraron a ser golpeados o golpear en la farmacia, para luego continuar con las relaciones intactas.


Otro acontecimiento extraño era que si alguna persona iba sola al lugar, sin compañía alguna a la cual pegarle, permanecía de pie frente a la puerta sin realizar ninguna acción hasta que se acercara un hombre, mujer, niño o niña al cual asestar un buen puntapié o cachetazo.


Fue Eutanasio el que un día se dio cuenta de lo que ocurría. O eso narraba él, al menos. Al aproximarse al establecimiento vio colgado un cartel particular que no había comprendido con anterioridad, como tampoco lo habían hecho el resto de los miembros de Montecatini.


Don Gerardo Aristimuño le contó que la idea se le ocurrió tras un viaje a la capital del país, una ciudad completamente opuesta a la que ellos habitaban: con una población que se contaba de a millones, negocios de todo tipo y color, carteles luminosos que brillaban día y noche, ruidos continuos incluso en las esquinas menos transitadas.


Deambulando por la metrópolis, contaba Eutanasio que le había contado Don Gerardo, vio ese mismo cartel en numerosos comercios y decidió probar su efectividad cuando volviera a su pequeña tierra. Así lo hizo, y colgó el panfleto escrito a mano en la puerta de su casa, que también era la farmacia. A partir de ese día, toda persona que se acercara allí le propinaba un golpe a otra antes de que él la atendiera, o bien quienes llegaban en soledad aguardaban la venida de algún otro ser al cual castigar para que Don Gerardo, de inmediato, abriera la puerta.


Ese cartel, relataba Eutanasio a sus 100 años, tenía solo cuatro palabras. Cuatro palabras que causaron una cantidad de moretones y pieles enrojecidas imposible de imaginar. “Golpee y será atendido”, era el cartel que se leía en numerosos locales de la gran ciudad, y que Don Gerardo colgó en su puerta sin imaginar que lo que había que golpear era, precisamente, ese pedazo de madera que avisaría que había alguien esperando. Él y cada persona de Montecatini, en cambio, comenzaron a aplicar ese concepto con literalidad. Todos golpeaban, y al instante eran atendidos. Así, al menos, lo narraba Eutanasio.

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