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El monstruo del ropero

Actualizado: 24 jun 2020




Otra vez. Otra noche que se repite lo mismo. Darío está cansado de la misma escena todas las madrugadas: levantarse por un ruido molesto, caminar en penumbras hasta la habitación contigua, encender la luz, decir que no hay nada y volver a acostarse, en un intento de rehacer lo máximo posible un sueño que ya está roto.


Si no se entiende, procedamos a aclarar los detalles. La madrugada en este caso es entre las 2 y 3 de la mañana, cuando se produce esta rápida situación. El ruido molesto es el llanto a voz en cuello de Lito, el hijo de Darío que acaricia los 6 años. La habitación contigua es el cuarto donde duerme el niño y donde se despierta asustado todas las madrugadas.


Cada madrugada de fin de semana significa para Darío repetir esta secuencia. El lado positivo es que únicamente se produce sábados, domingos y feriados. El lado negativo, además de tener que despertarse, es precisamente esa misma distribución de días, ya que son los únicos que tiene al niño en su casa desde el arreglo con Rocío, quien en algún momento fuera amor eterno y hoy no es más que un recuerdo. Un recuerdo que, no obstante, se manifiesta en peleas frecuentes.


Esa repetida escena de madrugada es una de las causas de las últimas discusiones. “No es normal que llore así, en su casa no lo hace nunca”, le espetó la mujer la última vez por teléfono. Esa frase, sabe Darío que también lo sabe Rocío, fue una doble daga: por un lado se presenta como excusa para que Lito pase todos los días con ella y ya no con él; por otro lado llama al hogar donde vive ella “su casa” (de Lito), como si la de Darío no fuera más que un apéndice o una nota al pie en la vida del chico.


No obstante, aquel debate parece zanjado por el momento y Darío sigue disfrutando de la convivencia con el pequeño al menos dos veces por semana. La disfruta, claro, a excepción de las madrugadas. Por lo general él no logra dormirse antes de las 12 de la noche, y apenas se embarca en un sueño profundo, o al menos así lo siente, se despierta sobresaltado por el llanto.


“No hay nada Lito, ya lo hablamos. No hay nada” – repite noche tras noche como si se tratara del guión poco original de una película. El chico insiste, entre llantos emanados de un par de ojos dominados por el terror, con que está ahí. Que él lo ve, que él lo escucha, que él sabe, porque sí, porque sabe, que está ahí. Que hay un monstruo en el ropero.


Si bien no es agradable tener que levantarse con frío y sueño y caminar a oscuras tambaleante, si hay algo que asombra a Darío, y que agradece, es que con solo repetir lo de siempre (“No hay nada Lito, ya lo hablamos. No hay nada”) el pequeño se calma y vuelve a un sueño profundo. Podría ser peor, prolongarse largos minutos o terminar con Lito durmiendo en la cama de él, y sin embargo se resuelve de esa manera tan sencilla. Es eso lo que piensa Darío, principalmente los días en que está de buen humor y consigue mirar el lado positivo.


Ese lado positivo cada vez se vuelve más reducido y se va tornando una excepción. Hace ya muchos meses que Lito sostiene esa costumbre de tener miedo a un supuesto monstruo en el ropero. Darío no le encuentra explicación a que solo ocurra en su casa. Al principio pensaba que era una mentira de Rocío para salirse con la suya, pero tras sucesivas charlas a solas con Lito descubrió que efectivamente así es. Solamente en lo de Darío cae en ese capricho. Por supuesto que él no comenta de estas charlas para no darle más argumentos a la mujer.


En muchas ocasiones se preguntó a sí mismo por qué no abrir el ropero y mostrarle a Lito que únicamente hay ropa. Es verdad que está desordenada y que cualquier persona con un poco de gusto puede llegar a espantarse. Pero de allí a que haya un monstruo hay un largo trecho. Por qué no abrirlo, mostrarle y listo, se preguntó a sí mismo más de una vez. Sería caer en su juego y cumplirle el capricho, fue su respuesta al instante y es por ello que hasta ahora no procedió con esa táctica.


Hasta ahora. Esta madrugada Lito está particularmente alterado. Darío es consciente de que si no cambia algo él, la situación se seguirá repitiendo quién sabe hasta cuándo. En esta ocasión llega molesto a la habitación y con intenciones de terminar para siempre con aquella histeria. Si lo hace bien, puede ser el comienzo de una nueva etapa, de sueño profundo y continuo, de descanso, de tranquilidad.


Al llegar al cuarto de Lito enciende la luz con brusquedad y se dispone a dejar las cosas claras. Hace un acuerdo con el niño, para darle mayor relevancia al asunto: él se dignará a abrir la puerta del ropero si Lito promete que, una vez que vea que no hay nada, terminarán para siempre los llantos. El chico, dubitativo, finalmente acepta.


El brazo derecho de Darío se estira y su mano está próxima a la puerta del armario. Lito se cubre con la sábana hasta la nariz, aunque el miedo lo lleva a subirla hasta los ojos con frecuencia. Sin embargo, la única forma de asegurarse de que no hay nada es mirar, no tiene opción.


Entre risas Darío toma la pequeña manija que sobresale del armario y la abre lentamente, disfrutando el momento, regalándose un poco de suspenso. Sin siquiera mirar al interior del ropero, empieza a pronunciar las palabras de siempre. “No hay nada. ¿Ves? No hay…”. Antes de que pueda completar la frase un monstruo deforme, con un solo ojo a punto de reventar de sangre, una boca gelatinosa colgante y una piel que se va desprendiendo del cuerpo, se lo lleva para siempre con él.

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