Ideas en Tinta
El hombre del otro balcón
- ¡Un rato que quiero leer y no puedo! ¿Será posible?
Ernesto arroja el libro sobre la mesa, quedando éste apoyado luego de un estruendo que asusta a los presentes. Lucas y Mariana, los hijos del hombre, dejan de discutir un momento y giran la cabeza hacia él. Lidia, la madre de ambos y esposa de Ernesto, escucha la escena desde la habitación, sin ánimo de involucrarse en el berrinche que protagonizan los otros tres miembros de la familia.
- Ya está, ya lo lograron, ¿están felices?
Las palabras del adulto son pronunciadas al aire, aunque los niños se reconocen como destinatarios. Se miran mutuamente preguntándose con los ojos si esbozar una defensa, y ambos deciden retirarse del campo de batalla. El padre tiene razón: la pelea fue por una tontería, como la mayoría de las que entablan. Así son los hermanos, en definitiva. Los chicos se retiran cada uno a su habitación, con la cabeza gacha y sin pronunciar palabra. Ernesto cae abatido al sillón y enciende la televisión sin mucha resistencia. Por su cabeza ronda esa idea que tanto detesta pero que en circunstancias como estas le sobrevuela: “Cómo desearía no tener hijos”. Gira la cabeza y mira por la ventana, imaginando un mundo en el que estuviera solo, disfrutando a sus anchas de la vida, siguiendo sus caprichos e instintos, haciendo lo que él quiere cuando quiere y donde quiere.
En aquella calle céntrica los autos transitan con continuidad, persistiendo en todo momento el ruido de motores. En ambas cuadras las personas replican el movimiento y se desplazan hacia un lado o el otro, con paso apurado y ojos desconfiados. Cruzando esa calle, a la misma altura que el departamento de Ernesto, otro hombre tiene la mirada perdida en el techo.
- ¿Cuándo será el día que lo pueda cumplir?
Ramón elabora la pregunta al cielorraso, aunque el receptor está dentro suyo. El sueño de formar una familia y, especialmente, de hacer perdurar su apellido y sus genes cada vez le repiquetea más en la cabeza. Particularmente hoy, el día de su cumpleaños 64, en el que vuelve a temer que ese deseo, de tanto dilatarse, finalmente se evapore.

Hace bastantes meses que Ramón no encuentra una pareja estable y que su única compañía es la soledad. Se lo reprocha cada semana, pero eso no le trae soluciones. Baja la vista y la deposita en la ventana, imaginándose una tarde con pequeños correteando, incluso peleando, que es lo que hacen los hermanos.
En la vereda de enfrente Ernesto acepta levantarse tras algunos minutos de vacilación, y camina en pantuflas hacia la cocina. Abre la heladera con el sabor de la cerveza ya brotando en sus labios pero la suerte vuelve a pegarle por la espalda. El único líquido que se le ofrece ante sus ojos es agua, una insípida y aburrida bebida.
- ¿Tan difícil es? Una simple cosa que quiero, tan sencilla, y no puedo.
Sabe que es su culpa, que tendría que haber comprado las latas en la semana, pero aún así prefiere echarle la rabia a la vida. O al destino, el que sea. Está convencido de que hay algo en el Universo que le está jugando una mala pasada y le está haciendo vivir una noche exasperante. Vuelve al sillón derrotado y posa su vista en la ventana. Es la forma de no pensar.
En el departamento de enfrente Ramón deja la botella en la mesa y aguanta las ganas de llorar. ¿Es posible que sea esta una de las razones por las que no puede formar pareja? La bebida lo tiene dominado, especialmente la cerveza, y es lo único que le genera alivio en momentos como el de ahora, momentos en que se lamenta por todo lo que desea y que la vida, o el destino, o algo en el Universo le arrebata. Ya aprendió por experiencia que ese alivio de la cerveza luego se transforma en arrepentimiento, lo que da lugar a un nuevo malestar que solamente lo combate con… ni hace falta que lo diga, conoce de memoria el juego. Vuelve a tomar un trago contra su voluntad, nuevamente con los ojos en la ventana.
En el departamento A del piso 6 del edificio 982 de esa transitada calle, la mirada de Ernesto se dirige hacia el reloj de pared y un bufido se apodera del aire. Siente que cada fin de semana transcurre más rápido que el anterior y que en un abrir y cerrar de ojos la relajación del viernes se convierte en el pesar del lunes. Es tarde en esta noche y se lamenta de que en minutos debe acostarse para comenzar otra semana tediosa, en la que se ponga en marcha la aburrida rutina. Todos los días iguales, una vida sin entusiasmo. Apaga la televisión y sale a tomar una última bocanada de aire al balcón, cerrando los ojos mientras se imagina en un tiempo sabático, sin trabajo, obligaciones ni responsabilidades.
Ante sus ojos, cruzando la calle, se alza el departamento A del piso 6 del edificio 983, en el cual Ramón reposa en pijama en el sillón, con la barba desprolija, el pelo arremolinado y el living con un desorden que se asemeja a una pintura abstracta. No tiene apuro ni tampoco paz: el hombre no puede evitar pensar que es otro domingo que se acaba y un nuevo lunes sin empleo, fracasando en entrevistas, agotando sus últimos ahorros. Está desesperado, necesitado de conseguir trabajo con urgencia. El tema le empieza a cascotear la cabeza y decide salir a tomar aire al balcón, en lo que será otra larga noche sin dormir. Se apoya en la baranda y observa el transitar de los autos, que pese a ser tarde continúan andando en buen número. Luego alza los ojos y descubre que en el balcón de enfrente un hombre lo mira.
Ernesto lo observa con envidia. Cómo desearía él estar así de despreocupado, sin nada de qué ocuparse un domingo a la noche. Ernesto ve al otro muchacho solo, con el living vacío a sus espaldas. Para colmo, la mano derecha de aquel ser sostiene firmemente una botella de cerveza que se lleva repetidas veces a la boca. “Cómo me gustaría estar en tu lugar, hombre”, piensa Ernesto y se aguanta las ganas de gritarlo.
Al principio a Ramón le desagrada que aquel hombre lo observe detenidamente. Sin embargo, luego de unos segundos le gana la curiosidad y se da cuenta de cuánto lo envidia. A través del ventanal de la casa de aquel señor ve pasar un niño, en dirección a lo que pareciera ser la cocina. A Ramón se le revuelve el estómago imaginando cuánto le gustaría a él tener un hijo caminando a sus espaldas. Para su lamento no puede evitar ver también un traje apoyado en una silla, prolijamente acomodado y pulcro, como para usarse al otro día. “Qué suerte tenés, amigo, de saber que mañana comenzás otra semana de trabajo”, piensa Ramón sin decirlo. Cómo tampoco le dice cuánto daría por no tener una cerveza en la mano, como tristemente le ocurre a él diariamente.
Los hombres se obsequian unos últimos segundos de miradas rebosantes de envidia, preguntándose internamente si el otro será consciente de lo afortunado que es. Finalmente cada uno entra en su apartamento, mientras los autos siguen su curso en esta noche de domingo.