Ideas en Tinta
Asesinato en la calle 18
Actualizado: 28 ago 2020

Las calles de la ciudad de La Plata, en la provincia de Buenos Aires, Argentina, son conocidas por su particular configuración. Es su misma disposición la que le da su apodo, podríamos decir seudónimo, a una región que se debate entre ser pueblo grande o ciudad pequeña. “La ciudad de las diagonales” es como se la conoce, especialmente en el país del sur del mundo en el cual despierta todos los días.
Aquellas calles, además de su peculiaridad de chocarse entre sí de manera oblicua, en esta tarde tienen como particularidad el caminar cabizbajo de un hombre. Cercano a los 27 aunque aparentando unos cuantos años más, debido a la delatora ausencia de cabello en la cabeza y la voluminosa presencia de ojeras bajo sus globos oculares, Cristóbal transita las veredas que lo separan de su casa con pesar. Sus piernas se mueven un poco por inercia y otro por obligación, porque la energía lo abandonó un rato atrás. El muchacho camina solo, a menos que contemos una pena inconmensurable que se estancó como si fuera una segunda sombra.
El día había arrancado bien para él, que no puede creer el monstruo en el que se convirtió. Fue de un momento a otro, tan repentino como determinante para su futuro. Si bien al mirarse en el reflejo de un auto y en la vidriera de una tienda la imagen le devuelve el mismo cuerpo y el mismo rostro que veía a la mañana, internamente sabe que es otra persona. O, mejor dicho, que la persona dio paso a este ser monstruoso.
“Asesinato en la ciudad de La Plata”, “Muerte en la ciudad de las diagonales”, “Un asesino suelto en la capital de la provincia de Buenos Aires”: Cristóbal se imagina las tapas de los diarios y noticieros de televisión. Aquellos titulares con que desayuna todos los días, desde mañana lo tendrían como protagonista.
No, no podía permitir que aquello ocurriera. Es cierto que la culpa y la desgracia lo carcomían por dentro, pero igual de verdadero es que él es el único testigo del hecho. Es el único que lo sabe. Bueno, también lo sabe quien ahora es un cadáver, pero por esa misma condición no lo podrá delatar.
Cristóbal está ensimismado en sus pensamientos, los cuales se ven interrumpidos por el ruido ensordecedor de una bocina que le pellizca la mente. En ese instante se da cuenta de que se había quedado quieto mirando el suelo, actitud que lo delataría de inmediato.
Mira desesperado para todos los costados y suspira aliviado al encontrar las calles desiertas. Ni personas ni transportes pasan cerca de él, lo cual le hace preguntarse de dónde provino el sonido.
El hombre ahora intenta caminar erguido, con la férrea intención de disimular su nerviosismo. Aparentar tranquilidad y cotidianeidad le permitiría llegar intacto a casa. Aunque, en realidad, en su interior está tormentoso. No logra sacarse la imagen de la cabeza. ¿Alguna vez lo hará? ¿Logrará continuar con el resto de su vida sin delatarse?
¡Sangre! El corazón le da un vuelco al pensar si existirá algún rastro en su ropa. Quizás había saltado un poco de ese líquido rojo y ahora reposaba en su camisa blanca. “Es kétchup, señor”, dice en voz alta simulando un encuentro con un desconocido. A quién quiere engañar: la mínima presencia de una gota en su vestimenta lo dejaría expuesto.
Tiene miedo de mirar y se esfuerza sobremanera para no hacerlo. Cuando reconoce que no tiene otra alternativa, baja los ojos y… todo blanco. Da vueltas sobre sí mismo, alza los brazos, revisa el pantalón, se agacha para ponerse cerca de los zapatos. Todo impoluto: no hay ningún rastro del crimen. Respira aliviado, y apura el paso hacia su hogar.
A una cuadra de su morada las imágenes vuelven en toda su dimensión. Revolotean por su cabeza y ante sus ojos se dibuja la pesadilla. La alegría con la que había deambulado el día da paso a la amenaza y, posteriormente, al hecho atroz. Su mano elevada, el golpe certero, el cuerpo cayendo seco. Y el cadáver que lo acompañará en sus sueños hasta el último día.
Da unos últimos pasos y ya está frente a la puerta. Con la vergüenza sobre sus hombros, toma las llaves e ingresa al lugar donde estará solo para carcomerse la consciencia por lo que hizo. Serán horas y horas de repasar el asesinato. Él no quería, pero lo hizo. Él solamente estaba concentrado en su labor, hasta que sintió algo en la oreja y se sobresaltó. El resto lo perseguirá hasta su fin: la brusquedad en sus movimientos, la dureza de su palma, el impacto sobre aquel ser… y la mosca desplomándose ya sin vida sobre su escritorio, convirtiéndolo así en el monstruo que por siempre será.